15 de noviembre de 2014

Montañas y gente

Érase que se era, al pie de una gran montaña, un pueblo donde gente conocida como gentalegre vivía. Su propia existencia, un misterio para el resto del mundo, era oscurecida por grandes nubes.

Aquí llevaban sus vidas pacíficas, ajenos a la letanía de excesos y violencia que crecía en el mundo más allá. Vivir en armonía con el espíritu de la montaña llamada Mono era suficiente.

Luego un día, gente extraña llegó al pueblo. Llegaron camuflados, escondidos detrás de gafas oscuras. Pero nadie los notó. Sólo veían sombras. Verás: sin la verdad de los ojos, los gentalegre eran ciegos.

Con el tiempo, los gentextraña encontraron el camino a pasajes altos en la montaña, y fue ahí que encontraron las cuevas de sinceridad y belleza inimaginables.

Por azar, se toparon con el lugar en que las buenas almas van a descansar. Los gentextraña codiciaron las joyas de estas cuevas sobre todas las cosas.

Y pronto comenzar a explotar la montaña, con cuya rica veta alimentaban el caso de su propio mundo. Mientras tanto, abajo en el pueblo, los gentalegre dormían inquietos, sus sueños invadidos por figuras sombrías que escarbaban sus almas.

Cada día, la gente despertaba y miraba hacia la montaña. ¿Por qué estaba llevando oscuridad a sus vidas? Y mientras los gentextraña cavaban más y más profundamente en la montaña, agujeros comenzaron a aparecer, trayendo con ellos un viento frío y amargo que estremecía la propia alma de Mono.

Por primera vez, los gentalegre sintieron temor, pues sabían que pronto Mono se sacudiría de su sueño profundo. Luego vino un sonido, distante primero, que creció hasta la castrofanía, tan inmenso que podía escucharse muy lejos en el espacio.

No hubo gritos, no hubo tiempo. La montaña llamada Mono había hablado. Hubo sólo fuego y luego… nada.

4 de noviembre de 2014

Platillos y nomenclaturas

A diferencia de la mayoría de mis compañeros del museo en el que trabajo —y al parecer de muchos otros oficinistas del centro— es raro que coma burritos por la mañana. Pero era domingo, no había desayunado y tampoco estaba muy ocupado, por lo que salí a buscar burreros. Nada. Lo normal es ver el letrero de “Burritos” pegado afuera de cualquier tienda de abarrotes, papelería o revistería del centro, así como a hombres con apariencia de mecánicos cargando hieleras repletas de esos rollos de tortillas de harina y guisos. Pero ese domingo… nada.

Caminé por la Juárez, la 19a, la Aldama, la Rosales, la Ojinaga y la 5ta. Nada. Finalmente, en un puesto de dulces de la Victoria, los encontré. ¿Dónde consiguió burritos en domingo?, me abordaron las señoras del aseo. Aquí, en la Victoria, y con la mano hice un mapa en el aire.

Ahora me atormenta la idea de que en los pasillos y en el comedor del museo se diga Vamos por unos burritos de los del licenciado Macedo.